- Cuéntamelo todo, hijo mío, y podré sacarte de esta.- había dicho el primero, Fray Antonio, prior del Sagrado Corazón de Nuestra Señora.
- No se de que me habla, padre.- disimule yo. La atmósfera opresiva se cernió sobre mí. Sentí los ojos del cura evaluándome con rostro severo. En aquella asquerosa celda carente incluso de ratas, con tan solo un montón de paja húmeda a modo de catre, un único rallo de luz languidecía con el ocaso
-Vamos... Cuéntamelo.
Y le conté como acabe en aquel claro. Iba en dirección a Ruán por el camino Real y la noche amenazaba con echárseme encima, de modo que ataje por uno de los senderos menos transitados del bosque, ya que no tenía dinero para pagar una de las costosas posadas del camino principal. Debí calcular mal la ruta, pues al anochecer me encontraba perdido, sin rastro alguno de la calzada. Entonces escuché el cántico ronco de una docena de voces. Me acerqué y mis ojos contemplaron los cuerpos desnudos de varias mujeres contorsionándose al compás de tambores y palmas. Entre ellas, en el centro del claro, iluminado por antorchas rudimentarias, yacía una figura atada cuyo sexo no distinguía desde donde estaba. El círculo se abrió y me atrajo hacia sí con el ritmo hipnótico. Olvidando mi viaje y propósito, me uní a la danza.
Dándome cuenta de que mis palabras me harían parecer culpable, callé inmediatamente aduciendo que no recordaba nada más. Pero el sacerdote ya me había calado. Era consciente de mi mácula y acudió a la siguiente sesión con un acolito solícito y un barreño de agua helada.
Al quinto día me hicieron gritar por primera vez, pero gracias a Dios no fue la última. Muchos habían caído con la primera muestra de fuerza. Entre sesión y sesión me dejaban allí, postrado en el duro suelo de piedra a merced del frío y con la única compañía de las cucarachas, ciegos testigos de mi sufrimiento y herederas de cuanto de mi salpicara la celda. Tras una semana de trabajoso interrogatorio y de testarudo silencio por mi parte, Fray Antonio, hombre afable y pío, incapaz de encontrar la fuerza para hacer lo que debía hacerse, rezó por mi alma y se retiró. Un gesto que sin duda algún día le agradeceré, pues si de algo me precio es de llevar mis compromisos hasta sus últimas consecuencias.
Lo que no le conté es que yo mismo había estado buscando a aquellas mujeres.
-Cuéntamelo todo, hijo mío, y podré sacarte de esta.- dijo el segundo cura, Jerónimo el Agustino.
Y dale perico al torno.
Jerónimo no era pío ni afable, era más de mi tipo, por lo que trajo las tenazas al rojo desde el primer momento. Precisaba de mí una confesión y no pararía hasta obtenerla, aunque para ello tuviera que llevarse mi piel por entregas. Cada vez que las fauces ardientes hacían presa en mi carne un dolor punzante se extendía por mi alma. Un dolor voraz, familiar, como una memoria persistente que, por la costumbre, se ha vuelto placentera. Podría haber confesado, pero el dolor se habría acabado y no debía acabarse. Luego, tras demostrarme que no era como su predecesor, Jerónimo se marchaba dejándome anclado a aquella pared mohosa con una argolla al cuello. La cadena era recia, mas no trate de zafarme.
Como de costumbre, cogí a una de mis compañeras artrópodas y le pregunte por la situación fuera de los muros. De las diez brujas capturadas conmigo solo tres restaban con vida, pues el cuerpo femenino no esta diseñado para soportar las atenciones de quien no se detiene hasta conseguir respuestas, empleando para ello todas las herramientas a mano, en el sentido más literal de martillos, escoplos, serruchos y berbiquíes. Las tres mujeres restantes no estaban en muy buen estado, basándose en sus estertores al respirar y los sollozos que emitían cada poco, mi interlocutora les dio pocos días. Confié en su palabra ya que su estancia allí era, de largo, más amplia que la mía. Nuestra conversación se vio abruptamente interrumpida con una nueva visita de Jerónimo, acompañado esta vez de un flagelo de diversas puntas además del ya conocido cubo de brasas.
-Vamos... Cuéntamelo.
Le conté como bailé sensualmente con las mujeres. Describí con todo el detalle de que era capaz las formas voluptuosas que se restregaban contra mí. Docenas de manos hurgaban bajo mi ropa y numerosas lenguas probaban la mía en una espiral degradante y primordial. Mi relato cumplió su cometido y me sonreí cuando un bulto delator sobresalió bajo el hábito. El cuerpo de Jerónimo estaba en la celda, pero su mente bailaba conmigo en aquel claro, rodeado de lujuriosas jóvenes exhibiendo sin recatos sus cuerpos sudorosos. Entonces le conté como me llevaron al centro del claro, donde se postraba de hinojos lo que resulto ser un hombre, privado de vestiduras y embadurnado de un ungüento que daba a su piel un lustre febril. Mi rostro se iluminó cuando vi el asombro en los ojos del Agustino al contarle con todo lujo de detalles cómo me acerqué al desconocido y, despojándome de mis pieles, le poseí. No fue una posesión romántica, sino una blasfema comunión con aquella figura jadeante. En su azoramiento Jerónimo escapó de la celda lo mas deprisa que pudo y se cuidó muy bien de no volver a aparecer ante mí. Por más que se flagelara por las noches no conseguía que aquella imagen se le fuera de la cabeza y los mas impúdicos instintos le produjeran sensaciones encontradas.
Lo que no le dije es que la posesión no solo fue sexual, sino más bien literal y que es la piel del pobre desgraciado la que luzco ahora.
- Cuéntamelo todo, hijo mío, y podré sacarte de esta.- es, como dije, la sempiterna presentación de Giacomo de Guy, sustituto de Jerónimo ante su repentina indisposición. Y dale perico al torno…
Dada la insistencia de su predecesor, trajo la artillería pesada desde el buen principio. Fui lavado con agua bien caliente, desprovisto de la costra de porquería acumulada en mis semanas de encierro y anclado posteriormente a una plancha de madera robusta con sendas poleas a los lados. El potro se había puesto de moda en aquella época como aparato de tortura, ya que se podía mantener al reo bajo una tensión constante sin gran esfuerzo por parte del inquisidor. El operario de dicho ingenio, de nombre Pedro, era un joven ciertamente limitado, pero a quien una vida en el campo había dotado de una habilidad sorprendente para girar el torno hasta el punto óptimo para tensar el cuerpo de la víctima como una cuerda de violín.
Paulatinamente, mientras mis respuestas no satisfacían a mi entrevistador, las sogas que me retenían se tensaban cada vez más. Mas cuando Giacomo consideraba útiles mis balbuceos éstas se aflojaban perceptiblemente. De modo que disfrutaba de un literal tira y afloja llevando a mi captor de la curiosidad al desinterés.
-Vamos... Cuéntamelo.
Mis pequeñas amiguitas habían estado haciendo las veces de espías y así es como supe de la desgraciada muerte de Jerónimo, ahorcado unas noches atrás en su celda, a causa de los turbadores pensamientos que no le dejaban dormir.
También me informaron de que la ira era el mayor punto débil del nuevo inquisidor. Un caramelito que me gustaría paladear.
Le conté cómo después de retozar, bailar y gritar, las danzantes se colocaron en dos filas ante mí pasándose un largo palo embadurnado en aquel ungüento grumoso. Cada una de ellas, por turnos, lo cabalgaba con frenesí, haciéndolo rozar con sus partes mas intimas, antes de entregarlo a la siguiente entre grandes alaridos de placer. Me entretuve en los detalles y Perico le dio al torno... algo crujió y continué mi historia.
Le conté cómo una vez completada la ronda trajeron varios crucifijos que arrojaron al suelo y pisotearon con sus pies descalzos, ora blasfemando, ora escupiendo. De nuevo me deleité con su expresión mientras repetía los improperios de que hacían gala las floridas lenguas de las ritualistas. Su rabia se hacia más y más grande y supe que cuando mencionara a su madre perdería el control… y así ocurrió.
Ahora mis restos alfombran la celda, una cuantiosa recompensa a las hábiles blattodeas por los servicios prestados.
No le dije quien era, aunque lo hubiera hecho no me hubiera creído. No le dije que era el Diablo. No le dije que de haberme tenido encerrado todo el tiempo allí habría librado a la humanidad de mí durante una buena temporada. No le dije que la única razón para haberme dejado atrapar era el placer que me proporciona desenmascarar a esos mal llamados siervos de Dios y hacerles matar en su nombre. Imagino Su cara al ver todo el sufrimiento, toda la muerte que han sembrado en Su nombre.
Así como el Hijo murió para perdonar, yo muero para condenar.
Iré al infierno, por supuesto, pero con el tiempo volveré a salir, a engañar, a manipular...
Y dale perico al torno…
- La Frase de Hoy: Bendita la mente demasiado pequeña como para albergar dudas, Comisario Inquisidor Beije de la Guardia Imperial.
- Para el que no lo Sepa: El potro de tortura consiste en una superficie sobre la que se coloca al reo, a quien se le atan las extremidades a sendos tornos que se giran para tirar de ellas. Sin embargo, la inquisición española empleaba una variante en que las vueltas al torno tensaban las cuerdas que rodeaban las extremidades del condenado, penetrando en la carne en lugar de desmembrandolo.
2 comentarios:
¿Este escrito es el fragmento de alguna obra? Si es así quisiera pedirte compartieras el nombre, por favor.
Es un realto mio para un concurso de escritura del foro elmultiverso.
Publicar un comentario