Eligió un taburete cerca del extremo de la barra y, haciéndole un gesto al camarero, pidió una bebida. Por un instante se quedó mirando la copa, deleitándose en la carrera que echaban las burbujas hasta la superficie. Le recordaba a su infancia, cuando la víspera de año nuevo su madre servía champán a toda la familia, incluyendo a los más pequeños, y ella y su hermana comparaban sus vasos para ver cuál tenía más burbujas. Pensó que hacía mucho que no bebía champán en vaso. Hacía mucho que su situación no le limitaba a beber champán solo una vez al año.
De pronto fue interrumpida con violencia cuando una mano anónima agarró la copa y la vació en el fregadero del otro lado de la barra.
—No pierdas el tiempo con este brebaje asqueroso, déjame invitarte a algo realmente caro.
La mano y la voz pertenecían al mismo individuo. Un tipo rubio, de edad indefinida, con el pelo corto, y un traje tan estridente como su voz. Se movió muy rápido, acercando un taburete al de ella. Mientras llamaba la atención del camarero golpeando la barra una y otra vez con la palma de la mano agitaba la cabeza a los lados, haciéndose notar y resaltando el tatuaje de una serpiente que ocupaba gran parte de su cuello.
—No es necesario. —replicó ella casi en un susurro.
—Tranquila, no es molestia. Una belleza como tú se merece lo mejor —continuó el extraño como si nada—. La mejor bebida, la mejor música… La mejor compañía.
El extraño la agarró del brazo y ella dio un respingo. Miró en derredor evaluando sus opciones. A pesar de los esfuerzos del hombre, nadie parecía darse cuenta de lo que pasaba en la barra. O nadie quería darse cuenta de ello.
Entretanto, el barman se apresuraba a cumplir las demandas del individuo llevando hasta ellos una botella morada de intrincados grabados.
—Tienes que probar esto, de verdad. Es como si el Hada Verde llevara al dragón a montar la serpiente. —Vació de un trago el vaso de líquido verdoso y chispeante y lo dejó sobre la barra acompañado de un golpe y un breve aullido de placer—. Y tú, ¿quieres montar a la serpiente? —continuó, soltando a la mujer para explicar el juego de palabras, señalando su tatuaje.
—¿Te está molestando? —intervino un desconocido interponiéndose entre Victoria y su impetuoso pretendiente.
El tatuado miró al recién llegado y volvió la vista con incredulidad hacia la mujer, momento que el otro hombre, castaño, con un traje burdeos oscuro y sin corbata, aprovechó para acercarse más y susurrar algo al oído del primero. De nuevo, el tatuado miró alternativamente al hombre y a la mujer, y su rostro cambió cuando ella, clavando en él sus ojos azul hielo, se apartó el pelo revelando, durante un segundo, una marca en forma de tortuga en su hombro izquierdo. Como activado por un resorte, el hombre del traje de colores cogió la botella y se bajó del taburete emprendiendo una muda retirada.
Los ojos ambarinos del hombre de rojo se cruzaron con los de ella cuando él se giró con una sonrisa en los labios.
—Perdona, no he podido evitarlo.
—No, no, al contrario —repuso ella restándole importancia—. Te lo agradezco mucho.
—¿Puedo… invitarte a algo? —preguntó dubitativo, bajando la vista.
—No —negó ella y él alzó la vista de nuevo, confundido—. Lo menos que puedo hacer es invitarte yo.
—Tom Carson, encantado. —dijo él aliviado, adelantando una mano en tono formal.
Sentados en uno de los sofás cada cual eligió su bebida de preferencia. Ella se decantó esta vez por un Bloody Mary, no se sentía de humor para volver al champán. Él era más de bourbon, un hombre joven con gustos viejos. Hablaron, rieron, se contaron cosas que no habían compartido con nadie. Cuando retiraron los vasos de la última ronda, fue ella la que propuso ir a otro sitio. Él aceptó entusiasmado.
Fuera amenazaba tormenta. Nada de lluvia, por supuesto, tan solo los truenos a los que los habitantes de la ciudad estaban acostumbrados. La temperatura seguía siendo infernal, y el cielo encapotado solo conseguía aumentar el bochorno. Las nubes grises se arremolinaban ocultando cualquier rastro de las estrellas. La luz de las farolas iluminaba una calle tan gris como el cielo y la única nota de color la ponía la pareja con sus atuendos a juego. El escarlata brillante del vestido de Victoria contrastaba con el más sobrio granate de su acompañante. Caminaban a paso vivo, jugando, persiguiéndose el uno al otro dándose caza, intercambiando besos y caricias mientras bailaban al son de una música que nadie más oía. Victoria escapaba y se revolvía lo justo para que Tom quisiera atraparla, hasta que él la apoyó contra una pared y la aprisionó entre sus brazos. Se miraron fijamente, saboreando la anticipación, y él adelantó la cabeza para besarla en los labios.
Dos juegos de pasos resonaron en la calle, subrayados con el chasquido seco de sendas pistolas al ser amartilladas. Tom se giró e interpuso su cuerpo para proteger a Victoria.
—Corre. —gritó con sequedad.
Victoria dudó, la curiosidad le instaba a asomar la cabeza, pero eso la hubiera puesto en peligro y además habría distraído a su acompañante. Decidió obedecer y, agarrando a Tom de un brazo, salió corriendo tirando de él. Corrieron entre los coches, agachados, intentando ofrecer el menor blanco posible a sus perseguidores. Perseguidores a los que solo Tom había visto, pero que ella oía claramente tras su pista.
—Esa víbora ha mandado a sus esbirros detrás de mí. Qué difícil debe de resultarle a esa gente perder —dijo Tom como si le hubiera leído el pensamiento—. Por aquí.
Se desviaron de la calle principal hasta una callejuela. Con un gesto Tom ordenó a la mujer que se escondiera detrás de un contenedor mientras él se encaramaba a un murete y rompía la bombilla más cercana. Esperó a que entrara la primera figura y, sin previo aviso, se abalanzó contra la segunda. Tom forcejeó con el perseguidor mientras su compañero dudaba si usar su arma. Un titubeo que se mostró fatal cuando Tom arrojó a su rival contra el indeciso atacante. Moviéndose con rapidez Tom recogió las pistolas del suelo y apuntando a sus agresores les advirtió:
—Por esta vez os perdonaré la vida. Volved, y se os acabará la suerte. —Sin dejar de apuntarles, retrocedió indicando a Victoria que le siguiera y, una vez juntos, se perdieron en la noche.
Sus pasos les llevaron lejos del callejón, a los límites de un complejo industrial rodeado con una verja herrumbrosa.
—Es la segunda vez que me salvas esta noche, supongo que debes de ser mi ángel de la guarda. —Los ojos de Victoria brillaban de fascinación—. ¿Qué puedo hacer para agradecértelo?
Tom tomó la iniciativa, dejando que sus acciones hablaran por él. Se besaron, con pasión desbordada él saboreó los labios de la mujer, abrazando su cintura a fin de atraerla lo más posible. Ella, a su vez, desabrochaba la camisa de su amante botón a botón, sin dejar que sus labios se separaran. Luego, él bajó a su cuello, colmándolo de besos y pequeños mordiscos que hicieron brotar un sinfín de suspiros. Notó cómo las manos de ella agarraban su cabeza. Con una ligera presión le dirigieron más abajo y enseguida sintió la tibia piel de los senos entre sus labios. Besó y lamió con frenesí mientras ella jugueteaba con su pelo. Le apretaba contra sí. Apretaba más y más. La presa se hizo implacable.
Tom trató de liberarse, pero Victoria le sujetaba con firmeza tapándole las vías respiratorias. En busca de aire Tom se agitó, y en un destello de lucidez comenzó a golpear a la mujer en los costados. Solo el sonido metálico de la malla bajo el corset respondió a sus esfuerzos. Con el último aliento, antes de ceder a la inconsciencia, recordó las pistolas. Apuntó como pudo al cuerpo de la mujer y apretó el gatillo.
Click.
Victoria abrió la puerta y entró en el despacho. Soltó un suspiro de cansancio y se dirigió pesadamente a su mesa. Miró el carísimo reloj de marfil que marcaba las cinco en punto de la madrugada y cuyo rítmico traqueteo era el único sonido que llenaba la estancia.
Tic-tac, dijo el reloj.
—Cállate. —bufó Victoria fastidiada, siendo consciente de las horas de trabajo que aún le quedaban por delante.
Encendió la pantalla del ordenador al tiempo que se dejaba caer en la butaca. Por lo menos era cómoda, no como aquellas escuálidas sillas de escritorio que se bambolean a cada movimiento. Deseaba quitarse los zapatos, pero no lo haría hasta llegar a casa. La simple idea de tener que volver a ponerse aquellos tacones kilométricos para marcharse apartó el pensamiento de su cabeza. Se iría a casa cuando acabara el informe que tenía que entregar. Recorrió las líneas del documento. Agregó una nueva, igual que las cinco anteriores
«05:00 a.m. - No se obtiene nueva información.»
Con hastío se apartó el pelo, retiró de su hombro la película transparente con el falso tatuaje y lo arrojó sobre la mesa. Se masajeó las sienes y respiró hondo, luego miró hacia el interfono y estuvo tentada de llamar a su asistente para que le trajera algo con lo que despejarse. Al final decidió que le vendría bien un paseo. Se levantó y recorrió los pasillos desiertos. Al verlo tan silencioso y apagado resultaba difícil creer que en unas horas el edificio entero herviría de actividad. En unos minutos llegó a la cafetera y, mientras la encendía, repasó mentalmente una vez más las opciones que tenía.
Un zumbido, que sonó como un trueno en el silencio nocturno, le sacó de súbito de su ensoñación. Como un autómata cogió el móvil y se despejó por completo al ver un nuevo mensaje en la bandeja. De Sergei. ¿Qué haría él despierto a esas horas? ¿Querría burlarse de ella por quedarse a trabajar hasta tan tarde? Ciertamente, no era la clase de hombre que saliera a divertirse de madrugada. Deslizó el dedo por la pantalla a fin de saciar su curiosidad.
Dos únicas palabras negro sobre blanco ocupaban la pantalla del teléfono:
«Estoy subiendo.»
Victoria olvidó el café y echó a correr pasillo adelante, casi resbalando en el suelo encerado. Los tacones carmesí repiqueteaban y el eco se multiplicaba en cada cristal y cada panel por el que cruzaba. Llegó al rellano al mismo tiempo que el ascensor, con el eco del timbre aún en el aire y el tiempo justo de recolocarse el vestido rojo. Las puertas se abrieron y allí estaba él. Si no fuera por la cálida sonrisa que le inundaba el rostro, nadie hubiera querido encontrarse con un individuo como él. Gabardina negra, gafas de sol y el pelo negro peinado hacia atrás recogido en coleta. La dura luz de los fluorescentes no le hacía ningún favor a sus facciones afiladas, ni a las cicatrices que recorrían el lado derecho de su cara. Pero aquella sonrisa, amplia, confiada, cargada de seguridad, eclipsaba cualquier sensación de amenaza que pudiera desprender.
—Buenas noches. —saludó el hombre afablemente al ser recibido por una sonrisa sincera igual de amplia que la suya.
—Buenas noches —contestó ella, abriéndole paso, colocándose junto a él al lado derecho—. ¿Cómo tú por aquí? Creía que nuestra próxima reunión no iba a ser hasta el jueves. ¿Ha pasado algo?
—No podía dormir. ¿Y sabes quién más no podía dormir? Corso.
—¿Le has visto? —preguntó Victoria sorprendida al oír el inesperado nombre de su mentor.
—No, aún no. Pero tendré que informarle en persona en cuanto acabemos aquí. Ya le conoces, no puede dormir cuando la misión se alarga demasiado.
—Es un cielo. —constató ella con reverencia.
—Si tú lo dices. —espetó él sin perder la sonrisa.
En lo que duró el intercambio habían llegado al despacho. Sergei se dirigió directamente al ordenador, la mano derecha siempre en el bolsillo, y del izquierdo sacó una memoria USB que conectó al aparato. Durante unos segundos leyó la pantalla, inmóvil.
—¿Dónde le tienes? —preguntó al fin mirando a Victoria.
Siguió a la mujer hasta una puerta etiquetada como A.3728. Ella giró la manilla.
—...Sucia ramera apestosa, maldita puta malnacida, hija de veinte mil padres, pécora mentirosa… —Los improperios se sucedieron en tropel en cuanto se abrió una rendija.
—Lleva así desde que se ha despertado. —dijo la mujer con resignación.
—No te preocupes, yo me encargo. Muchas gracias.
El hombre entró a la habitación y cerró la puerta tras de sí. Lo primero que hizo fue lanzar un tremendo alarido con toda la fuerza de sus pulmones, que pilló desprevenido a Tom, que forcejeaba con las correas que lo ataban a la silla.
—¿Ves? —dijo a continuación dando unos suaves golpecitos a la pared—. Insonorizado. ¿Por qué no nos ahorramos los berridos y conservas energías?
Aquello pareció calmar a Tom, que se desplomó derrotado, cediendo a sus ataduras. Frente a él, una mesa sencilla y otra silla componían todo el mobiliario de la estancia. Sergei sacó de su bolsillo siete instantáneas, que puso boca abajo sobre la mesa en dos filas, cinco arriba, dos abajo. Con calma, acercó la silla y se sentó en ella sin dejar de observar al prisionero desde detrás de sus gafas oscuras. Tom recuperaba el aliento. Con toda tranquilidad, Sergei sacó un paquete de cigarrillos y, tras ofrecer a Tom, que negó con la cabeza, se encendió uno. Mostraba una impresionante destreza para hacerlo todo únicamente con la mano izquierda. El encendedor plateado fue solo un destello en su viaje desde el bolsillo hasta el cigarrillo y de vuelta a su lugar.
Tras una profunda calada Sergei comenzó a hablar, aún sin perder su tono amigable.
—He venido a ayudarte. No es que tengas muchos amigos aquí, por lo que veo. —Hizo un gesto con la mano abarcando la habitación—. Yo puedo ser el mejor que tengas.
—Sí, ayúdeme —dijo Tom acercándose todo lo que le permitieron las correas—. Sáqueme de aquí. —añadió bajando la voz como si temiera que le oyeran fuera.
—Lo haré —concedió Sergei dando otra calada—, en cuanto me contestes a dos preguntas. ¿Cómo te llamas?
—¡Carson! —exclamó— ¡Tom Carson!
La voz del prisionero se llenó de júbilo al contestar a una pregunta tan fácil. Sergei, sin embargo, parecía esperar algo más. Negó con la cabeza.
—¿Cuánto tiempo llevas siendo Carson, Tom? ¿Un par de meses?
Tom parecía confuso.
—Yo te lo diré —continuó Sergei pausadamente, dejando que sus palabras calaran en su interlocutor—: setenta y dos días.
Alargando la mano, Sergei dio la vuelta a la primera fotografía de la fila superior. En ella se veía a un hombre rubio, con poblado mostacho y cuerpo regordete. Vestía un traje caro y mostraba orgulloso el tatuaje de un lobo en su cuello.
—Al parecer, que te aplaste un tren no tiene por qué ser malo. Solo te cambia el color de pelo, te pone en forma y te borra los tatuajes.
Tom miraba la foto y a su captor, cada vez con más miedo en los ojos.
—No sé de qué me está hablando. —se defendió con voz chillona.
—Has perdido la primera oportunidad, no te quedan muchas más... No tienes el tatuaje de ninguna corporación, así que eres un paria. A nadie le importará lo que te pase. —Sergei dio un golpecito en el filtro del cigarro y una brizna de ceniza cayó al suelo—. Por otro lado, tu trabajo debe ser bastante lucrativo, a juzgar por tu ropa. ¿Qué es? ¿Terciopelo?
Carson quedó en silencio. Los músculos de la mandíbula tensos, como un animal acorralado.
—Tu nombre, por favor. —pidió Sergei sin variar el tono.
—Simon Fetch. —escupió Carson.
Sergei dio la vuelta a la segunda foto. Un hombre de color sonreía desde ella, flexionando el brazo por el que subía un tiburón de tinta violeta.
—Accidente de coche, hace catorce meses. ¿Tu nombre?
—Herbert Capgras.
De nuevo volteó una foto y un nuevo individuo alardeaba de su ofidio tatuado.
—Un infarto, hace dos años y medio. ¿Hasta cuándo vamos a jugar a esto? —Sergei se levantó, defraudado—. Vamos a hacer una cosa, no me digas tu nombre. Dime quién te contrató para matar a esta gente. De la Serpiente, el Lobo, el Tiburón… Nadie asesina a representantes de las corporaciones sin tener un respaldo poderoso. ¿Quién ha sido? ¿La Tortuga? ¿El Halcón? ¿O tal vez ha sido un trabajo interno?
Carson pasó al ataque.
—No veo que tú estés marcado ¿Quién es tu amo? ¿O eres igual que yo? Un paria sin futuro en un mundo controlado por cinco cretinos que se creen mejores que los demás y se otorgan el derecho de poseer gente como quien tiene mascotas. Marcándolos como al ganado. «Mírame, soy una Serpiente, la segunda corporación más poderosa.»— se burló haciendo ademanes afeminados hasta donde se lo permitieron sus ataduras.
Sergei le miró divertido. Había pinchado un nervio.
—Yo sirvo a un poder mayor —dijo sonriendo aún más—. A mis patronos no les mueve la venganza, sino la justicia. Damos a cada cual lo que se merece y no nos preocupan los tejemanejes de las corporaciones. A todos les llega el castigo a su debido tiempo, incluso a nosotros. Pero hay una posibilidad, una minúscula posibilidad, de que hagamos el bien suficiente como para compensar nuestros pecados.
—Solo sois una panda de delincuentes. Unos perros que les hacen el trabajo sucio a otros. Somos exactamente iguales.
—¿Lo somos? Eso mismo es lo que trato de averiguar —dijo Sergei—. En mi carrera me he encontrado con muchos asesinos, delincuentes, traidores… La mayoría lo hacía por principios, por venganza o por necesidad. Pero también los había que solo lo hacían por dinero. Si ese es tu caso, podemos llegar a un acuerdo. Podemos conmutar tu castigo, darte una razón de ser. Ponerte a trabajar por un bien mayor, haciendo algo de lo que puedas sentirte orgulloso. Solo tienes que colaborar. ¿Cómo te llamas?
—Leopoldo Fregoli. —murmuró Carson.
Sergei giró otra fotografía.
—Y ahí está el Halcón. Un accidente de esquí, hace cinco años. —Sergei se acercó al prisionero, apuró el cigarrillo y lo apagó en la mesa—. Estás acabando con mi paciencia. Nos hemos ido muy atrás, el pago de tus empleadores ya se ha amortizado con creces. No les debes nada. ¿Han sido todos los trabajos para la misma persona o ha habido varios? Última oportunidad.
—Rudi Wechselbalg. —articuló como si le arrancaran cada palabra.
Sergei puso la mano sobre la última fotografía de la primera fila, y miró a Carson, evaluando su reacción. Se diría que el revelar las imágenes provocaba dolor en el prisionero, y Sergei se deleitó en la incertidumbre. Por fin, atendiendo a la súplica en los ojos de su presa, giró la foto boca arriba.
—No, tampoco eres Rudi. Creemos que ésta fue la primera identidad que robaste. Que te gustó tanto que lo convertiste en tu modus operandi. Nos ha costado bastante seguirte el rastro, pero una vez que comprendimos cómo actuabas, supimos a quién buscar. Te has convencido durante tanto tiempo de que eras esas personas, que parece que ni siquiera sabes quién eres.
Sergei se dirigió a la puerta y la abrió lo suficiente como para sacar la cabeza.
—Victoria, por favor, trae el kirpan.
Carson, entretanto, no apartaba la mirada de las fotos que quedaban sin revelar.
—Christopher Dawn. —dijo casi en un susurro.
—¿Cómo?
—Christopher Dawn —repitió ahora más fuerte—. No es mi nombre, ese ya no lo recuerdo, es quien me pagó por matarles. A todos ellos.
—Gracias —dijo Sergei cogiendo un pequeño paquete que le entregó Victoria. Lo depositó en la mesa, junto a las dos fotos restantes—. Gracias a ti también, Tom. Es todo un detalle que finalmente lo hayas compartido con nosotros.
El rostro de Sergei perdió la sonrisa y se volvió grave por primera vez.
—¿Recuerdas que te dije que necesitaba que me respondieras a dos preguntas?
—Sergei —intervino Victoria—, aún puede sernos útil.
Él ignoró a la mujer y cogió las dos fotografías ocultas.
—Antes te he dicho que Rudi fue la primera identidad que robaste —continuó Sergei—. No dije que fuera la primera vida que quitabas.
Carson no quitaba ojo de las instantáneas, revolviéndose en la silla.
—Hace diez años se encontraron los cuerpos sin vida de Bridget y Claire Boland. Dos hermanas de Cleveland. —Sergei mostró las imágenes de dos adorables niñas rubias, de no más de 10 años de edad—. Según el reporte policial cayeron en una zanja y se rompieron el cuello. Sabemos que no fue así.
Algo cambió en la mirada de Carson, un gesto de reconocimiento.
—Lo que quiero saber, la pregunta de la que dependerá tu futuro, es: ¿te pagaron para hacerlo o lo hiciste porque lo necesitas? Porque eres un animal sin control que solo vive para acabar con otras vidas.
Las lágrimas se derramaban por las mejillas de Carson, enfrentado a recuerdos demasiado horribles como para siquiera tratar de mentir.
—Díselo, Tom —intervino Victoria—. Dile que fue un trabajo. Dinos quien te lo encargó y le castigaremos por ello. Juntos.
Carson siguió llorando en silencio. Tras unos segundos Sergei abrió la cajita, donde reposaba un puñal grabado con delicadas filigranas.
—Vete, Victoria, no deberías ver lo que va a pasar. —dijo Sergei
—Pero aún podemos…
—Fuera. —interrumpió él secamente, sin siquiera mirarla.
Apartando la vista, con un mohín de tristeza, Victoria salió de la habitación y cerró la puerta.
- La Frase de Hoy:Para escribir sólo hay que tener algo que decir. Camilo José Cela.
- Para el que no lo Sepa: Este relato fue escrito para El Reto. El Reto es un certamen extraoficial de escritura que nació en los foros de Asshai.com y que se traslado a Elmultiverso.com para dedicar un foro exclusivo. El reto es que te apuntas al concurso antes de saber las reglas específicas, y el ganador recibe el honor de organizar la siguiente edición.
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